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Justicia sin fronteras: cuando los tribunales desafían la impunidad global

Por latinoamerica24h
agosto 22, 2025
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Por Salvador Pimentel Roja

En un mundo donde los crímenes más atroces —como el genocidio, la tortura y crímenes de guerra— trascienden las fronteras, el derecho internacional ha forjado una herramienta poderosa y necesaria: la jurisdicción universal.

Se le conoce como un principio que permite a cualquier Estado juzgar a quienes cometen estos delitos, sin importar dónde ocurrieron, quiénes son o de dónde vienen. No se trata de una invención moderna, sino de un legado nacido tras la Segunda Guerra Mundial en los tribunales de Núremberg, fue la primera que vez líderes nazis que se consideraban intocables, casi suprahumanos, fueron llevados ante la justicia por crímenes contra la humanidad. Hoy, casi ochenta años después, ese legado sigue vivo, pero con nuevos rostros, nuevas víctimas y nuevos desafíos, pero con las mismas causas de impunidad.

La Corte Penal Internacional (CPI) fue creada en 1998 como un faro de justicia global, concebida como un tribunal de complementariedad, es decir; interviene solo cuando los Estados no están dispuestos o no pueden juzgar, aun asi, su capacidad de acción se ha visto constantemente obstaculizada casi por las mismas causas que los juzgados naturales también conocidos como Primarios o Nacionales.

La cooperación estatal carece de fuerzas policiales propias y, en demasiadas ocasiones, sus órdenes de arresto quedan en papel mojado. Basta con ver el caso de Vladimir Putin, contra quien la CPI emitió una orden de arresto en 2023 por la deportación ilegal de niños ucranianos, en la actualidad tenemos una impunidad de facto, hasta el límite de que hay múltiples portales que ofrecen en adopción a niños ucranianos.

A pesar de ello, Putin ha seguido viajando a países aliados, como China, Corea del Norte o Emiratos Árabes Unidos, sin mencionar que viajó a Alaska a reunirse con Donald Trump, claro ejemplo de sacrificio de justicia por diplomacia. La CPI está por la labor de penar los delitos, la Casa Blanca por dar fin a la guerra, ambos criterios son válidos, lo que no es válido es cuando se juntan y se empiezan a neutralizar mutuamente.

Lo mismo ocurrió con el sudanés Omar al-Bashir, acusado de genocidio en Darfur, quien viajó libremente a docenas de países, incluidos algunos que son parte del Estatuto de Roma, como Suráfrica, sin que nadie lo arrestara.

Estas fallas no son meras coincidencias. Revelan una cruda realidad: cuando el poder político se interpone, la justicia internacional tropieza. Es en este vacío que la jurisdicción universal ha comenzado a cobrar protagonismo. No como un sustituto de la CPI, sino como su complemento indispensable. Donde el Estado falla, donde la CPI se paraliza, donde las inmunidades protegen a los culpables, otros tribunales han venido asumiendo la tarea.

Y uno de los países que más ha avanzado en esta dirección es Argentina. En un hito histórico para América Latina, un tribunal federal de Buenos Aires emitió órdenes de detención internacional contra altos mandos militares de Myanmar, incluido Min Aung Hlaing, el líder de facto del régimen birmano, por su responsabilidad en los crímenes cometidos contra la minoría rohingya. Este proceso no es una declaración simbólica. Implica la activación de mecanismos concretos: alertas de Interpol, cooperación judicial internacional y la obligación de otros Estados de considerar la detención de los acusados si ingresan a su territorio.

Lo que hace aún más significativo este caso es que es la primera vez que un tribunal latinoamericano inicia un proceso de esta magnitud bajo el principio de jurisdicción universal. Es un cambio de criterio importante, porque tradicionalmente América Latina ha sido una región defensora del principio de no intervención y de la soberanía estatal. Que hoy sea precisamente un país de esta región el que asuma este rol envía un mensaje claro: la justicia por crímenes internacionales no puede depender únicamente de la voluntad de los Estados donde se cometen, ni de la capacidad de la CPI. Debe ser asumida por la comunidad internacional en su conjunto, a través de los Estados que dispongan de voluntad política y herramientas jurídicas.

Pero este no es un caso aislado. Paralelamente, la justicia argentina ha avanzado en otra causa de enorme trascendencia: la investigación contra Nicolás Maduro y otros altos dirigentes del régimen venezolano por crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco de la represión política sistemática. Esta causa, impulsada por organizaciones de derechos humanos y víctimas, se basa en informes de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, así como en evidencia recopilada por la propia Corte Penal Internacional, que ya abrió una investigación formal en 2021.

Este doble frente —Myanmar y Venezuela— pone de manifiesto que la jurisdicción universal no es un instrumento selectivo ni ideológico. Es una herramienta de justicia transicional que permite a los Estados democráticos asumir un rol activo en la lucha contra la impunidad. Además, estos procesos coinciden con la política exterior de actores clave como Estados Unidos, que mantiene una recompensa de 50 millones de dólares por información que conduzca a la captura de Maduro. Aquí se ve cómo la justicia, la diplomacia y las sanciones pueden caminar juntas, siempre que haya interés político y jurídico. Si falta uno, la impunidad vuelve a reinar.

En el caso de Nicolás Maduro, no hay confrontación diplomático-judicial, porque no existe inmunidad ya que Argentina y Estados Unidos no le reconocen como presidente de Venezuela, al contrario, le señalan como ser la cabeza de organización terrorista y de capo de la mafia.

El fundamento de estas acciones no es arbitrario. Está anclado en una red sólida de tratados y convenios internacionales que obligan a los Estados a perseguir ciertos delitos, sin importar dónde se cometan. Entre los más relevantes: ① Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (1948), que establece que los responsables deben ser juzgados, ya sea en el país donde ocurrieron los hechos o por un tribunal internacional; ② Convención contra la Tortura (1984), que obliga a los Estados a juzgar o extraditar a los responsables, y prohíbe expresamente la expulsión de personas a países donde puedan ser torturadas; ③ Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra (1977), que reconoce la jurisdicción universal sobre crímenes de guerra, y; ④  Estatuto de Roma (1998), que, aunque limita su alcance a Estados partes, reconoce que la responsabilidad penal individual es un principio fundamental.

Estos instrumentos, junto con la costumbre internacional, han consolidado la idea de que ciertos delitos son tan graves que afectan a toda la humanidad. Son normas ius cogens, imperativas, que no admiten excepciones. Y aquí es donde surge una de las grandes tensiones: entre la ética del juez y la pragmática del diplomático.

Para un juez, un homicidio es un delito imperdonable. El arrepentimiento o la compensación a las víctimas no eximen de la cárcel. Para un canciller, a veces es más conveniente presentar al victimario como un ejemplo de cambio, un gesto de reconciliación, aunque eso signifique impunidad. Esta verdadera confrontación —entre quienes ejecutan la justicia y quienes manejan el poder— explica por qué figuras como Omar al-Bashir o Vladimir Putin siguen libres, no por falta de pruebas, sino por falta de voluntad política.

El caso de Augusto Pinochet, detenido en Londres en 1998 por órdenes de un juzgado español, marcó un antes y un después. Demostró que un expresidente puede ser juzgado en un país extranjero y que el escudo de la inmunidad no era inviolable. Aunque luego fue liberado por razones médicas, su detención abrió una brecha que ya no se puede cerrar.

Hoy, el papel de las víctimas y las diásporas es determinante. En el Caso Rohingya, fueron organizaciones como el Global Justice Center y la Asociación de Derechos Humanos de Birmania las que presentaron denuncias, recopilaron testimonios y trasladaron pruebas a la justicia argentina. Este litigio estratégico, conocido como Transnational Human Rights Litigation, fortalece la legitimidad de la jurisdicción universal al demostrar que no se trata de una imposición externa, sino de una respuesta a demandas legítimas de justicia.

Aquí viene lo irónico, hay países que, pese a ser parte del Estatuto de Roma, no detienen a fugitivos. Otros que presumen de su Potencia Normativa como Colombia o España han extraditado a personas a Estados donde se teme que sufran tortura, violando el espíritu de la Convención contra la Tortura. Casos como Lorent Saleh o la Operación Wall en España son ejemplos claros de este punto gris en la historia diplomática.

El desafío actual es equilibrar justicia y política, garantizando que la jurisdicción universal no sea instrumentalizada por intereses partidistas. Los Estados que la ejerzan deben asegurar procedimientos transparentes, respetar el debido proceso y alinearse con los estándares internacionales. Solo así podrán legitimar su acción frente al mundo.

En conclusión, la jurisdicción universal no ha nacido con el beneplácito de la CPI, pero se ha vuelto indispensable por su efectividad. Donde el Estado falla, donde la CPI se paraliza, donde las inmunidades protegen a los culpables, otros tribunales deben asumir la tarea. No es insubordinación; es el destino implacable de la justicia.

La justicia no debe detenerse en las fronteras. La impunidad no puede ser la norma. Y si la memoria de las víctimas trasciende el tiempo y el espacio, entonces la justicia también debe hacerlo. Los crímenes atroces no quedarán sin castigo. Tarde o temprano, la justicia encontrará un foro desde el cual hacerse escuchar.

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